Singapur, el país de las cosas prohibidas
- No Fumar: US$ 1.000
- No Escupir: US$ 1.000
- No masticar chicle US$ 1000
En el momento que viajaba por Nueva Zelanda compartí parte de mi recorrido con un suizo, Andy, alguien a quien admiraba y envidiaba al mismo tiempo por su manera de maravillarse con los paisajes que nos rodeaban. Jamás había visto a alguien contemplar con tanta pasión la naturaleza. Sus ojos simplemente brillaban y podía quedarse varios minutos admirando esa belleza. Era tal su emoción que me contagiaba.
Fue cuando comencé a caminar por suelo singapurense durante la noche, luego de haber llegado con el ferry, que empecé sentir ese entusiasmo del mismo tipo que solía ver en Andy. Era esa emoción que también sentía cuando estaba en Sídney, porque yo me enamoré de Sídney. Me dirigía hacía el departamento de un amigo de mi hermano quien me alojaba, atravesando calles debajo de una autopista. En mi andar, contemplaba el encanto, la limpieza, el orden y la seguridad que brindaba esta ciudad, lo cual me generaba fascinación. Creo que tales sentimientos también afloraban por el significativo contraste con lo vivido en Indonesia, pues, todas las características antes mencionadas jamás se encontraban todas juntas allá, y sin mencionar que casi escapé de ese país.
Cerca de las 11 de la noche llegaba a lo de Than, el amigo de mi hermano. Estaba transpirado por el intenso calor reinante y muerto de hambre por no haber comido nada en todo el día. Mi hermano apenas conocía a Than, ellos dos habían hecho juntos una experiencia de 10 días en un templo budista. Mi hermano me había comentado que fuera cuidadoso con Than porque venía de otra cultura. Yo, durante mi viaje, ya venía de convivir con personas de distintas nacionalidades y culturas, por eso suponía que no iba a tener problema. Than me atendió perfectamente, era un hombrecillo pequeño, algo extravagante, descendiente de chinos, de 37 años. Me ofreció comida y conocí algunos de sus compañeros de casa, en su mayoría indios, quienes eran muy cordiales también. En el departamento vivían 20 personas, todos inmigrantes. Than me dijo que iba a dormir en su cuarto con él. Su cuarto era como una burbuja, el aire acondicionado lo hacía un lugar sumamente fresco, pero a pesar de eso, yo seguía muy acalorado. Él me dijo que podía quitarme la remera, y así lo hice, lo necesitaba. La situación se me hizo un tanto extraña cuando se me sentó al lado de la cama y comenzó a tocarme la panza con sus dedos de manera juguetona. Ahí entendí las advertencias de mi hermano y me preguntaba que le habría hecho a él, en realidad pensaba que podía llegar a ser una diferencia cultural, pero… no estaba seguro.
Singapur es el nombre de la ciudad, pero también del país del que muchos de mis amigos en Australia me habían contado distintas cosas y esas narraciones me habían generado mucha curiosidad. Se trata de uno de los países más jóvenes del planeta que no se independizó, sino que fue expulsada de Malasia. En su momento Singapur estaba predestinada a ser un país más de Asia sin muchos recursos, pero liderada por políticas “semi-dictatoriales” no lo fue y se convirtió en una de las ciudades más importantes y ricas del mundo. Para dar algunos ejemplo de tales dictámenes, por ley, si se cruza mal la calle (es decir, sin utilizar la senda peatonal) se puede ir preso, por robar son 50 años de cárcel y las multas por fumar, escupir, tirar basura o masticar chicle oscilan desde los mil dólares para arriba (varias de estas leyes las he incumplido sin saber que cometía actos ilegales). Si una persona permanece en ese territorio con una visa que ya ha expirado además de cobrarte una multa te azotan con palos de caña. Singapur es conocida como el país de las multas, sin embargo, la prostitución es legal, algo de lo que yo estoy de acuerdo porque de esa manera son regularizados ese tipo de servicios. Alrededor del 40 por ciento de su población es comprendida por extranjeros dando en consecuencia una mezcla cultural que no deja definir la propia. Así era que, desde Australia, mi idea de este pequeño país era la de un lugar rígido con una población de extraterrestres sometidos a sus leyes que sólo vivían para la economía de su país.
Al ser ésta una ciudad grande e importante como también lo era Sídney tenía intención de establecerme por unos meses. El problema era que por lo elevado de su costo, la mayoría de los mochileros no pasan más de dos o tres días incluyendo a mis amigos y hermano. Mi plan era intercambiar trabajo por alojamiento en los hoteles, algo muy común en Australia y Nueva Zelanda (normalmente a unas 15 horas semanales). Así fue que al siguiente día de haber llegado intenté buscar hoteles de la forma antigua, salí a caminar por la ciudad y entrar a cada alojamiento para mochileros que viera. Terminé caminando aproximadamente unos 20 km, atraído por cada edificio que veía a la distancia y llamaba mi atención, era como si esta ciudad hubiera contratado a los arquitectos más alocados del mundo y les cumpliera el sueño de construir sus fantasías. Los edificios eran increíbles. La ciudad era fantástica, y su belleza era tal que me hacía sentir en el futuro, algo así como 20 o 30 años más adelante en el tiempo. Tal como era en el cuarto de Than, todos los edificios y vehículos estaban provistos de equipos de aire acondicionado para afrontar el calor tropical que puede ser muy intenso. Había una espesa niebla que cubría la ciudad, estaba originada por un humo provocado por incendios que generaban en Indonesia, en la isla de Sumatra. Al caminar por la ciudad era frecuente toparse con carteles de advertencia contra los ladrones o sobre las cosas que estaban prohibidas. El día resultó muy interesante pero pese a eso, no encontré ningún hotel. Al llegar a la casa de Than, los indios que habitaban en su casa me invitaron a comer comida típica de su país y me pasaron algunas páginas de Internet en donde podría buscar hostels. Durante la comida les comentaba que me sentía impresionado con la población de India, la cual supera en número a la de Argentina en aproximadamente unas 30 veces. Les pregunté si en su país no habían inventado los condones pero riendo respondieron que sí.
Nuevamente, al día siguiente, me levanté por la mañana, ese era el último en que podría quedarme alojado en la casa de Than. Le envié mensajes a unos 20 hoteles y quedé a la espera. Durante el mediodía, comencé a tener varias respuestas arreglando tres entrevistas para el día entrante. Lo cierto era que ninguna de ellas me resultaba muy convincente. Mi primera entrevista era a las 10am con una propuesta sin mucho interés y con pocos detalles. Entre a la página del hostel y tenía una sección llamada “Normas del Hostel” nombrando 24 reglas de las cosas que estaban terminantemente prohibidas, tales como: Si habías ingresado a Singapur para enseñar religión te echaban, si despedías mal olor te echaban, si eras anti-social te echaban, si roncabas fuerte te echaban y tampoco estaba permitido traer invitados para visitas. No es que me parecieran malas las reglas de convivencia, podía entenderlas, el hecho era que si era un lugar tan reglamentado para quienes se alojaran en él, de igual forma lo iba a ser para mi trabajo. En los otros dos hoteles, las tareas consistían en pintar y no me dieron detalles de cuántas horas semanales pretendían que lo hiciera. Al día siguiente, y sin buscar nuevos hoteles porque me daba pereza, me dirigí al primer hostel sin mucha expectativa. Al llegar me recibe el dueño del local, Mike, un hombrecito de baja estatura y ancha cintura, de unos 40 y tantos largos años. Por alguna razón le encontraba cierta similitud física con mi abuela ya fallecida. El lugar era pequeño, en realidad, jamás había visto un hostel tan diminuto en mi vida pero realmente se veía muy acogedor. Mike se mostraba muy simpático.
Mike: Sólo tenés que limpiar, es una hora o dos de trabajo por día.
Yo: Ok, me gusta
Mike: ¿Cuándo querés empezar?
Yo: Hoy está bien para mí
Mike: ¿Por qué no trajiste tus cosas?
Yo: Mmmm… Pensé que me querías probar primero.
Él: rió y me dijo que no era necesario.
Y así pasaron las semanas, no sólo encargado de la limpieza sino también de recibir a los nuevos huéspedes. La atmósfera del lugar era súper relajada y muy cordial, conocí tanta gente que incluso ya olvidé a varios de los que pasaron por acá. Solía levantarme a la hora que quisiera, generalmente 11am, y ponerme a limpiar. Mike sólo se encontraba por la mañana, pero podía vigilarme con cámaras y nos mensajeábamos por celular. Además del alojamiento Mike me daba extras que jamás imaginé, como entradas gratuitas a excursiones importantes de Singapur, ubicadas en la isla Sentosa, cupones de comida gratis o invitaciones a restaurantes. El lugar sin duda era genial. En todo el hostel se podían encontrar pequeñas notitas con advertencias o indicaciones. Por ejemplo, en la tostadora para que no se introdujeran en ella fetas de pan con manteca o dulce, en el lavarropas para que no metieran las zapatillas dentro de él, en los tachos de residuos para que no se pusieran en ellos ciertos objetos, en la computadora para que no se ingresara en páginas porno, en las paredes de la cocina para que no se dejaran los platos sucios, doble notitas en ambos lados de las puertas para que se las cerrara despacio y luego notas señalando que había en cada estante o para indicar qué función cumplían ciertos botones. Además de eso las paredes estaban recubiertas con folletos, mapas, y publicidades de excursiones que uno se perdía con tantos mensajes. También Mike me pidió que vigilara que ningún huésped entrara con invitados o personas ajenas al hostel. Este mini hostel parecía una versión en diminuto de la gran ciudad, indicándolo absolutamente todo.
Con los días fui conociendo a Mike, él era ingeniero eléctrico, dueño de tres hostels y jugador de póker profesional (actividades de las cuales, era esta última de dónde sacaba más dinero). El tipo era súper relajado y muy pancho, quizás incluso más de lo que lo soy yo. También era bastante divertido, tenía una risita chistosa que siempre que yo estaba haciendo las camas lo podía escuchar desde cualquiera de los cuartos haciéndome reír. Solía terminar las oraciones que decía pronunciando la palabra “La” al final de cada una de ellas, es algo así como en Argentina decimos “boludo”. También conocí a Kevin, un taiwanés, que se mudó a los 3 años a la Argentina y a la edad de 17 se mudó a la ciudad de los Ángeles en los Estados Unidos de Norte América. Kevin era ingeniero de sistemas, con 37 años de edad. Él tenía la idea de quedarse una semana en Singapur, pero al conocer a Mike, y ser también jugador de póker profesional, se quedó en la ciudad de manera más prolongada. Con él compartía bastantes cosas, y me contaba historias muy interesantes acerca del mundo de los apostadores. Un día Mike nos invitó a Kevin y a mí para que fuéramos a comer a un restaurant chino. El lugar consistía era un comedor libre. Los tres quedamos panza arriba en la silla ya que comimos a más no poder, yo me sentía como una embarazada respirando con esfuerzo. Lo cierto fue que la comida era exquisita. Pero fue cuando volvíamos al hostel que Mike nos pidió que lo siguiéramos. Él nos comenzó a hacer un tour turístico de todos los “Fuckshops” o prostíbulos de la calle, no sólo para verlos desde afuera sino para que entráramos y nos presentaran a las chicas que trabajaban en el lugar. Para Mike era como si nos llevará a comprar ropa.
Lo cierto era que mi interés no estaba en visitar prostíbulos pero si sus fiestas. Tenía una idea extraña de las mujeres singapurenses como conservadoras y frías en una forma antigua o que sólo se interesaban con hombres por su dinero, al menos, eso me decía la gente. Pero mi experiencia fue algo distinto: Había una chica que se sentía fascinada cuando yo le hablaba en español, otras de lo larga que la tenía, muchas me la tocaban (el tema es que casi ninguno asiático se deja crecer la barba). Pero creo que lo que más me llamó la atención fue una noche que pasaba mi cumpleaños y una chica de la nada me empujó contra una pared y comenzó a besarme. Pude haberla frenado pero, a decir verdad, me había gustado (se que suena de película). Así fue que habiendo conocido tanta gente, le consulté a Mike si había problema que invitara a personas al hostel.
¡Claro que no! ¡Para vos lo que sea! Respondió Mike. ¡Qué grande, pensé!
Una conversación que había tenido con varias personas era que las normas en Singapur, así como las de mi hostel, no eran tan estrictas en verdad, y al menos que haya un exceso en el incumplimiento de ellas, no se aplicarían las multas previstas. No digo que se pudiera ir rompiendo todas sus reglas por ahí, sino que no es un país en el que estén multando por todo a cada rato. Mi idea original sobre Singapur se transformó así como cuando se idealiza a una chica y luego se la conoce realmente… y te termina gustando más.